Ehyeh-Asher-Ehyeh, es decir yo soy el que soy, le respondió el Señor en la montaña al atribulado Moisés y de este encuentro da fe el Libro del Éxodo del Antiguo Testamento. Tal es uno de los siete nombres con los que se llama en la Biblia a Dios. Yavhé, Elodim, Jehová son algunos otros. Todo para no mencionar lo inefable.
Soy yo. Dos vocablos. En hebreo significan, ni más ni menos, que la confirmación de la existencia en el gesto de conjugar el verbo ser. Pero también sirve para nombrar a Dios por su nombre propio. Es por esto que cuando los romanos fueron a buscar a Jesús al huerto, para que se cumpliera la Palabra, tuvieron que escuchar, sobre la identidad del condenado, una definición polisémica: Soy yo, validando tanto su existir en el mundo como su condición divina.
Y hablando de nombres en el Libro del Génesis, Dios da el poder a los hombres de nombrar a las especies. Es que en la tradición judía nombrar es dar existencia y se presume que los autores de estos textos fueron rabinos durante el cautiverio del pueblo en Babilonia.
¿Será por eso que en Harry Potter, la novela de J.K. Rowling, no se nombraba a Voldemort? Como si pronunciar los fonemas que componían su nombre fuese invocar su temible presencia y, en cambio, no nombrarlo los librase de sus iniquidades.
Lo que no se nombra no existe parece haber sido la lógica que reguló los campos de concentración. Tal vez por esto los prisioneros no eran llamados por sus nombres sino por sus números. Tirando del hilo sería algo así como: No se nombra, ergo, no existe, ergo no se puede aniquilar lo que no es. Siniestro y mortífero apotegma, por cierto, que tantos millones de asesinatos causó.
Pero ¿Qué hay en un nombre? ¿Acaso existe una correspondencia entre la composición de una palabra y su significado? Ante esa pregunta, se sabe, ha habido a lo largo de la historia, diferentes respuestas.
William Shakespeare a fines del siglo XVI y por la interpósita persona de Julieta Capuleto, piensa que no: “¿qué hay en un nombre? Lo que llamamos rosa olería igual de dulce si tuviera cualquier otro nombre”, suspira la enamorada al saber que la sola consonancia de su apellido vuelve imposible su amor por Romeo Montesco.
Sin embargo en el siglo IV AC, Platón refuta por adelantado a Shakespeare y a tantos filósofos del lenguaje del siglo XX. En un dialogo escenificado en el Cratilo, el personaje homónimo sostiene ante Hermógenes que las palabras contienen ciertos sonidos que expresan la esencia de lo nombrado.
En 1958 un tal Jorge Luis Borges tercia anacrónicamente en el asunto en su poema ‘El golem’: “Si (como afirma el griego en el Cratilo)/el nombre es el arquetipo de la cosa/en las letras de “rosa” está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo”. Como se aprecia, Georgie era team Platón.
En ‘William Wilson’, Edgar Allan Poe introduce el tema del doppelgänger, es decir del doble tan temido y en boga desde entonces y a lo largo del siglo XX. ¿Qué hay si cada uno de nosotros tuviese un alter ego? Algo así como un gemelo maldito. O Bendito. En el relato, el narrador homónimo cuenta su vida privilegiada en la Inglaterra victoriana, en donde, hijo de una familia noble, tiene acceso a las mejores casas de estudios y en una de ellas conoce a alguien con su mismo nombre que opera como una suerte de “superyó” recordándole su lento paso hacia la depravación del alma. El espejo incomodo de la conciencia o, si prefieren, dos maneras antagónicas de llenar de significado el mismo nombre.
De este lado de la historia, Tucumán no le esquiva al debate: paredes públicas o privadas, postes de luz y hasta perros dan cuenta de la manía por la auto-afirmación que adquiere otros carices muy alejados, por cierto, a los de la filosofía o la literatura.
Como autómatas obsesionados en dejar los rastros vandálicos de las letras que componen sus nombres, los políticos en modo electoral, terminan por vaciar sus significantes de semántica para volverse vocablos huecos y perjudiciales para la belleza del espacio y del gesto institucional.
O tal vez no sabemos interpretarlos. O tal vez solo se trate de amantes de la Biblia, de Platón, de Shakespeare, de Edgar Allan Poe, de Jorge Luis Borges y de J.K. Rowling, en un intento desesperado por establecer diálogos filosóficos que abatan las barreras del tiempo y el espacio… ¿será?